Me declaro emocionalmente analfabeta. Sí. A mis cuarentaytantas canas. Me gusta decir que “emocionante” es lo que emociona. Y, sin embargo, recién me doy cuenta de que no todas las emociones me resultan igual de “emocionantes”. En algunas de mis emociones, querría permanecer eternamente. De otras, sin embargo, huyo como alma que lleva el diablo.
Sí. Lo normal es que, emocionalmente, analfabeta, confunda tristeza con depresión; enfado, con ira. Nervios, con ansiedad. Miedo con pánico. Asco, con angustia… Lindezas propias de esta analfabeta emocional y su, a veces, “insoportable levedad del ser”.
Es lo que tiene haberse pasado una vida huyendo de sí misma, sin atreverse a mirarse ahí adentro, a las entrañas, el lugar de donde, por cierto, surge lo entrañable. Sin atreverse a bregar con los hallazgos. Ni la mínima capacidad (y cuanto menos deseo) de mantener una cita con quien seguro permanecerá conmigo cada día hasta el último de mi vida. Con quien seguro caminaré en cada uno de mis pasos. Y con quien seguro me levantaré y acostaré cada día. Y que soy yo misma.
Nunca, hasta ahora, (me) había dejado mirar en mis emociones. Ni me había mostrado plena en mi vulnerabilidad. Nunca me había visto en el reflejo del agua. Nunca la tempestad de mis pensamientos, emociones y sentimientos me habían permitido parar(me) solo a fin de encontrar(me). El pánico al hallazgo nubló siempre cualquier anhelo de saber quién soy o con quién me encuentro en una mirada introspectiva y desde el silencio.
Emocionalmente analfabeta, no me había permitido (re)conocerme ni reconocer el sentido y la utilidad de estas lindezas pasajeras que, como los huéspedes de Rumi, pasan por mi “bulliciosa azotea”, como queriendo instalarse, capa a capa, en un corazón que es y permanece esencial y genuinamente intacto.
No soy mis emociones. Ni mis pensamientos. Ni mis estado de ánimo. Pero…
¿Saben?
No lo sabía. No sabía que pensamientos, emociones, estados de ánimo son tan pasajeros y tan impermanentes como mis más profundos anhelos y deseos. Tan fugaces y efímeros como la vida misma. Tan ajena al verdadero sentido y función de las emociones, no me he permitido -hasta ahora- sentirlas y profundizar en su significado y en su utilidad.
Asco. Miedo… todo tiene su función. Ahora sé algo tan básico como que el enfado, como las tempestades, bien me sirve para definir unos límites, hasta ahora, impensables. O que la tristeza, como el otoño, bien me vale para mudar la piel a solas y en silencio.
Ahora, de corazón, sé que “emocionante” es lo que emociona. Y si acaso hoy no puedo poner más palabras a este emocionante hallazgo… discúlpenme… es que me estoy (re)conociendo.
Raquel Paiz
Desde el silencio