Durante unos días, me he retirado en busca del silencio como refugio. Lo he hecho en un entorno seguro y de la mano de la que, para mí, es uno de los grandes referentes en la práctica meditativa y en el entrenamiento de la atención plena: Valerie (Vimalasara) Mason-John, cofundadora del programa MBAR® para el apoyo a la recuperación de conductas adictivas y dependientes con Mindfulness; y con el equipo de Con Plena Conciencia. Unos días de práctica intensiva, en los que me he sentido acompañada y sostenida por y en el grupo. Y en los que he recibido las enseñanzas y la claridad no solo de Vimalasara, sino de cada una de las personas que, incluso en silencio, me han colmado de sabiduría y vívidas experiencias. Muchos han sido los hallazgos en este nutritivo silencio.
Un retiro, según Vimalasara, es una “cirugía de la mente y del corazón”. Y créanme. Doy fe de que así es. El de estos días no ha sido mi primera experiencia en retiro. Es más, al año, suelo participar en unos 3 ó 4 de diferente naturaleza. Silencio. Enseñanzas. Yoga… Y alguno, incluso, con un carácter más jubiloso y expansivo. Todos -y he perdido la cuenta- han sido -y son- verdaderamente transformadores para esta humilde practicante.
Hace unos nueve años, en 2015, cuando me di cuenta del rumbo que estaban tomando mis días, acepté que no podía seguir así. Deambulando por una vida sin significado. Sobreviviendo por inercia. “Viendo la vida pasar”, como diría mi madre. Y aquel hallazgo lo cambió todo. Acepté mi punto de partida y puse el contador a cero. Empecé a recibir entonces la fuerza del grupo y de sus enseñanzas y me dejé modelar por la vida. Sin resistencias o, al menos sin muchas de mis viejas resistencias, y empezando a fluir con una nueva mirada: la serenidad.
En aquellos primeros tiempos de mi “nuevo yo”, ya supe de la importancia del silencio. Del silencio como refugio. Supe del espacio sanador en que se convierte un folio en blanco, amigo y testigo de mi transformación. Supe del grupo como sostén. Y, miren, nunca más volví a sentirme sola. No solo por las enseñanzas y el amor generoso de aquellas personas, sino porque, como escribía en “Amor (Mayúsculo)”, tuve el inmenso privilegio de conocer al amor de mi vida. Y empecé a apreciar el valor, el coraje y la presencia de la única persona que me acompaña -y acompañará- desde mi primera inspiración hasta el último de mis suspiros. A la persona que me acompaña desde que me levanto hasta que me acuesto. Y que, aunque a veces no reconozco o no quiero ver, está siempre ahí.
¿Saben?
Estos días, con Vimalasara, he recibido muchas y grandes enseñanzas. Y he tenido la fortuna de experimentar pequeños grandes insights, o lo que es lo mismo, grandes “revelaciones”. Fugaces instantes de claridad que me han permitido comprender que este amor de mi vida está hecho de infinitas identidades -todas impermanentes, por cierto-. Y es que, en este amor de mi vida que soy yo misma, (me) cohabitan (me encantan esta expresión), el bebé que un 31 de julio de un año cualquiera vino al mundo, rugiendo en su primera inhalación. La niña de 8 años, a la que, por cierto, me cuesta reconocer, que se sentía diferente y que se enfrentó a su primer gran trauma: la muerte del padre. La niña de 14 años, que quedó atrapada junto a un teléfono rojo, rota de dolor porque acababa de perder a su primer hermano. Luego, vendrían otras tantas pérdidas, la de la madre, la de la hermana… y tantas y tantas experiencias traumáticas…
Muchas. Muchas identidades. Muchas niñas (me) cohabitan. Muchas Raqueles que siguen necesitando ser vistas y recibir un amor seguro. Muchas pequeñas niñas que, a duras penas, tuvieron que crecer en cuerpo de adulta y que aún hoy siguen reclamando atención.
Cuando menos lo espero, cualquiera de aquellas niñas se enfada. Se sume en la tristeza. Reacciona con brusquedad… Y trata de “encontrar” refugios que no son (o más bien, que no han sido) ni seguros ni confiables. En los refugios de aquella niña de pecas y mirada triste, siempre encontré un alivio rápido al recuerdo de mis traumas y a mis muchos pesares. Las experiencias traumáticas provocan tanto dolor, tanto sufrimiento… tanto desgarro… que son difícil de sostener para aquellas niñas Raqueles que quedaron atrapadas en cuerpo de adulta y corazón de-mente.
Solo en silencio y desde el silencio, he podido reconocer su dolor. Sus dolores. Y, siguiendo la sugerencia de Vimalasara, con presencia, he podido mirar para acoger su dolor.
Cuando escribo estas líneas, aprecio mis ojos empañados en lágrimas. Y mis dedos temblorosos. Me cuesta este resentimiento. Me cuesta volver a sentir lo ya sentido.
Pero, desde mis nuevos refugios, desde estas preciosas gemas, que me ha mostrado Valerie, puedo acoger y acunar a estas niñas atrapadas que me cohabitan.
En esta preci(o)sa impermanencia, puedo enraizarme en el sostén de esta Madre Tierra que todo lo abraza; del agua que soy y de este tiempo líquido; del fuego que templa mis emociones y que todo lo transforma; y del aire que besa mi rostro.
Puedo respirar. Y puedo apreciar que mi cuerpo respira. Que todo mi cuerpo respira. Y que respira solo hoy. Solo ahora. Ni ayer ni mañana. En este preciso y precioso instante, mi cuerpo respirando me recuerda que estoy viva. Y que de mí depende vivir(me) aquí y ahora o volver a perderme en la maraña de los dos únicos momentos que no existen. Porque recuerden: ayer ya pasó. Mañana no ha llegado. Ábranse a la experiencia presente y aprecien el valor de esta vida que, sea como fuere, en presencia, es siempre un espectáculo.
Raquel Paiz
Desde el silencio