Impostura. Incomodidad. Incapacidad. Victimismo. Hambre. Avidez. Resignación… Me pregunto, a veces, de dónde me vienen todas estas dudas. Todos estos miedos. Todos estos síndromes que me acongojan e incapacitan y que hoy prefiero nombrar, solo a fin de observarlos sin juicios ni crítica ni ánimo de echarlos a patadas. Mirarlos para reconocerlos, aceptarlos, darles cabida y darles su pequeño gran instante de gloria y, luego, permitirme dejarlos pasar y mandarlos a paseo.
Permitan esta pequeña gran licencia a quien suscribe estas líneas.
Lo reconozco. Con frecuencia, tengo miedo(s). Y un sinfín de síndromes por los que se cuela “mi enfermedad”. Pero permítanme que hoy, haga un giro en redondo y conforme a la maravillosa, compasiva y necesaria propuesta de Tara Brach en “Compasión radical”, RAIN, tras Reconocer, Aceptar, Indagar y Nutrir, me permita hoy dejar pasar (y mandar a paseo) a este escuadrón de miedos míos que, cuando menos lo espero, se afanan en visitarme para alzarme la voz y hablarme de “mi incapacidad”, de mis “impostura”, de mi tal, de mi cual… de mi… blablablá.
Permítanme que, desde el silencio, me permita dibujar en mi rostro, una sutil, amable y cálida sonrisa que brota del corazón, ese lugar sagrado e íntimo que, como la piedra preciosa de la que habla Fernando de Torrijos, ni mis miedos pueden tocar.
Créanme, hay un lugar sagrado, luminoso, jovial, amable, íntimo, que nada ni nadie puede tocar. Quizá, usted que me lee, la llame “fuente”, “ser primordial”, “conciencia”, “alma”…
Poco importa el nombre para aprehender y nombrar solo lo que, en el silencio y desde el silencio, surge. Desde la conciencia. Y la presencia. Como surge la comprensión de que, bajo las más que insospechadas máscaras y personajes que conforman aquello otro que llamamos “ego” o “identidad” o “yo”, hay algo puro y genuino. Hay algo brillante, donde -intactos- habitan esos dones que, con conciencia, se pueden y deben poner al servicio de la vida.
Nos pasamos la vida buscando ahí afuera lo que siempre estuvo dentro. Dejándonos seducir por el poder y el orgullo de nuestros personajes, comparándonos con quién sabe qué. Con quién sabe quién. Desluciéndonos solo por temor a no brillar. O a brillar en demasía. Amparándonos en el (in)corfortable papel del victimismo y la resignación y esperando a que, en un golpe de suerte, los incontables papás y mamás que hay ahí fuera, vengan a rescatarnos, a nutrirnos, a vernos, a darnos aquel abrazo que no nos dieron, a brindarnos el amor que nos faltó. Que vengan a rescatarnos del dolor de vivirnos en soledad, como quien es lanzado al mundo sin hoja de ruta ni manual de instrucciones. Que vengan a alivianar la pesada carga y el sopor de esta vida que nos condena a buscar ahí afuera lo que, desde el primer hálito, nos acompaña dentro. Tan cercano como los ojos, que nos permiten mirar al mundo sin poder verse a sí mismos.
Creo, a veces, que los besos que no me dieron mamá ni papá vienen a visitarme bajo la máscara del miedo. Mis temores, como en la Noche de Halloween, se disfrazan de “impostura”, de “incomodidad”, de “incapacidad”, de “victimismo”, de “resignación”, de “avidez”, de “soledad”, de “dependencia” y de esa incomprensión que me quiere haciendo al tuntún sin parar y buscando ahí afuera lo que, de verdad, siempre estuvo dentro.
Me miro, a veces, en un espejo y ¿saben? Solo anhelo verme y reflejarme con el brillo de esa piedra preciosa que, como en usted y en mí, habita en ese lugar sagrado e íntimo, que ni el miedo puede tocar.
Yo lo llamo “corazón”. ¿Y usted?
Raquel Paiz
Desde el silencio