Creo en la fuerza del grupo. De la comunidad de práctica. De la shanga. Del dojo. De los grupos de autoayuda y autoapoyo. Da igual como se llame. Porque, les confieso, que para según qué cosas, aunque solo yo puedo, sola no puedo. En mi vida, asumo desafíos en los que humildemente necesito el sostén, el apoyo y la mirada compasiva y amable de quienes, como yo, han decidido transitar sus días con presencia y atención plena.
Creo en el poder del grupo para fortalecer mi práctica y para caminar de la mano de quienes compartimos una misma inquietud, una misma apertura y mirada de principiante; y, si me apuran, en otras lides, con quienes comparto una misma experiencia de dolor y sufrimiento. Con quienes, de buena tinta, sé que me escucharán atenta y amablemente. Con quienes me prestarán y compartiré lo más generoso que alguien nos puede ofrecer: su presencia.
¿Saben? Quien suscribe estas líneas, cuando, a veces, se sube a un pedestal y cree saberlo y haberlo aprendido todo, está a un solo paso de la soledad y del embrollo emocional. A un solo paso de liarse con su soberbia. Y a un solo paso de identificarse (más) con cualquiera de sus defectos de carácter.
Como todo en la vida, hay circunstancias y desafíos ante los que es mejor ir de la mano. Ya sea porque nos enfrentamos al dolor por la pérdida, porque encaramos un proceso de recuperación de adicciones o conductas compulsivas, porque queremos meditar en comunidad, porque queremos aprender a relacionarnos con nuestras emociones o sencillamente porque queremos entrenar nuestra presencia… el grupo funciona.
Las comunidades de práctica de meditación, los grupos de duelo y los grupos de recuperación funcionan. Y no sé si porque se crea un espacio seguro y amable, sin juicios, en el que nadie se apresura a “castigarte” si has tenido un mal día o un traspiés o porque hay siempre alguien dispuesto a ofrecerte su escucha y su presencia amorosa, que, al menos quien suscribe estas líneas, ha encontrado un refugio al que acudir.
Hablar un mismo código, abordar una misma experiencia o una misma inquietud para transitarnos en esta vida con mirada compasiva y amable es siempre un alivio. Y un bálsamo para el alma. Mirar hacia adentro con el sostén del grupo refuerza el vínculo y la sensación de pertenencia. Sabernos parte de algo más grande que nosotros mismos.
Conmovernos ante el testimonio de otras personas que, como nosotros, anhelan encontrarse en la felicidad y en sus causas, como liberarse del sufrimiento (y también de sus causas), refuerza la amplitud de miras. O lo que es lo mismo, nos ayuda -al menos a esta humilde aprendiz de plumilla- a “levantar la cabeza de su propio ombligo”.
En eso consiste también la vida. En emocionarse ante la alegría o el dolor ajeno. Dejarse tocar el alma. Y desplegar una mirada amable. Porque no andamos solos. En la vida, hay cerca de 8.000 millones de personas que, como usted o como yo, también anhelan su felicidad y su calma. 8.000 millones de personas que sufren. 8.000 millones de personas sin tiempo para a penas mirarse a los ojos y dejarse sentir en la mirada compasiva de otra persona.
8.000 millones de personas que necesitan también reconocerse en este mundo como parte de algo y con un sentido para sus vidas.
La comunidad es hoy el más seguro de mis refugios. En ella (me) encuentro. (Me) siento. (Me) exploro. (Me) atiendo. (Me) inspiro. Y aprendiendo más sobre mí, créanme, aprendo más sobre la humanidad… más compartida que nunca.
Porque, ¿saben? A veces, aunque solo yo puedo, humilde y honestamente, acepto que sola, no puedo.
Raquel Paiz
Desde el silencio