Hace apenas “un ratito”, elegí vivir en libertad. Mirar cara a cara a la vida, quitarme importancia, dejarme de victimismos y autoconmiseraciones varias y emprender un camino de libertad. Vivir libremente implica vivir con conciencia, vivir con aceptación, vivir con serenidad. Y vivir con la única certeza de que todo está en continuo movimiento.
En lo que va de verano, he tenido el inmenso privilegio de seguir transitando la senda de la libertad y de la, a veces, incómoda conciencia. He participado en un retiro para “desintoxicar mi corazón”, magistral y amorosamente organizado por la escuela de Con Plena Conciencia, en el que he disfrutado de la sabiduría de Valery Mason-John -Vimalasara- cofundadora del programa MBAR para el apoyo a la Recuperación de Adicciones con Mindfulness.
Durante unas horas -que bien merecen una vida- he compartido una intensa experiencia de “recuperación” y “sanación” con quien hoy es para mí una maestra y un ejemplo de vida. Porque la de Vimalasara es una de esas experiencias vitales que, a golpe de trauma y de dolor, han forjado un camino de libertad y sanación, al alcance de personas que, como yo, anhelan una vida libre, serena y consciente.
No es un camino fácil el de la conciencia. Ni un camino siempre placentero. Ni un camino basado en engaños. Ni indulgencias. Ni condescendencias.
El de la libertad es un camino de luces y sombras. De valentía. De honestidad. De humildad para reconocer y aceptar que, aunque sola no puedo, solo yo puedo. Para reconocer la valía y la sabiduría de quienes, un día, antes que yo, ya empezaron a transitar esta senda consciente y serena; y que, con absoluta entrega y generosidad, han puesto su vida al servicio de personas que, como quien suscribe estas líneas, un día aceptaron su derrota ante un tortuoso sendero de dolor y sufrimiento.
El de la conciencia no es un camino de engaños que enmascaren la cruda realidad. Es un camino de madurez, ternura, vulnerabilidad, desnudez y de apertura del corazón. Porque la pureza de corazón la nublan los resentimientos, la ira, la rabia, el rencor, la frustración, las vanas expectativas… Y es en la mente, donde, de un hilo, penden los sueños rotos de una niña frustrada. De una niña hambrienta que, quizá y solo quizá, no se forjó en el más seguro de los apegos. De una niña que campa hoy a sus anchas con sus infructuosas pataletas. Y que, continuamente, me emplaza a calzarme la capa de salvadora; o a ponerme la máscara de víctima; o a sacar el afilado látigo de un verdugo cualquiera.
Son todas esas emociones enquistadas las que nublan un corazón que, como semilla de loto, anhela florecer.
Desde el cojín de meditación, con Vimalara, he apreciado la dificultad de respirar. De respirar hasta la extenuación. De llorar. De compadecerme ante mi llanto y el llanto de tantas otras personas “asfixiándose” en cada inhalación y en cada exhalación. Porque, ante las dificultades -como los placeres- de la vida, somos y sentimos como los 8 mil millones de personas que, en este Planeta, compartimos aire.
Con nuestras no tantas diferencias, usted, que me lee y yo respiramos el mismo aire. Necesitamos el mismo oxígeno. El mismo afecto. El mismo amor. Usted y yo anhelamos la misma felicidad, como anhelamos estar libres de sufrimiento y de sus causas.
Y quizá, como yo, crea que hay personas malas de corazón… Sin darnos siempre cuenta de que, incluso bajo el más terrible de los personajes, hay siempre una persona armada de miedo y sufrimiento… Sí. Ha leído bien. Incluso tras la máscara de quienes nos horrorizan… Y no será humilde plumilla quien justifique actos perversos, pero sí quien, de corazón, se apiade.
Hoy, creo que el perdón es un acto de amor propio para “desintoxicar” mi corazón.
Y yo… qué quieren que les diga… Esa serenidad mía, que es innegociable, solo cabe en la flor de un corazón fresco y brillante.
Raquel Paiz
Desde el silencio