Cuando, ‘desde el silencio’, escribo este nuevo artículo, en el mundo, se conmemora el día internacional para la prevención del suicidio, el incomodísimo asunto del que, hasta ahora, no se ha podido ni querido hablar abiertamente. Es 10 de septiembre. Los medios de comunicación ¡al fin! se refieren a esta dramática realidad por su nombre. Porque, para que las cosas tengan sentido, hay que nombrarlas. Hablar abiertamente sobre el ‘suicidio’ ya puede ayudar a prevenir y a salvar vidas.
Con las manos temblorosas y el corazón en un puño, escribo estas líneas con la intención de contribuir a ‘cambiar la narrativa sobre el suicidio’, tal y como propone la Organización Mundial de la Salud (OMS), que nos recuerda que “cada año cerca de 700.000 personas pierden la vida por suicidio, lo que lo convierte en una de las principales causas de muerte a nivel global”.
Sí. Han leído bien. Cerca de 700.000 personas, año tras año, ponen fin a sus días.
Según datos del INE, en España, 3952 personas se quitaron la vida en 2023. Entiendo que, si usted que me lee ha llegado a este punto, como yo, se habrá llevado las manos a la cabeza. Porque, más allá de las cifras, hay un sinfín de vidas truncadas.
Y aunque no hay un solo ‘porqué’ o, al menos, no hay un ‘porqué claro’, parece que entre las principales causas por las que una persona decide suicidarse, se encuentran la enfermedad mental, la depresión, las adicciones y/o el abuso de sustancias, la precariedad, el aislamiento social, la violencia de género, el acoso o la discriminación. Amén de las fisuras y carencias de los sistemas de prevención y salud mental, incapaces, en muchos casos, de identificar el inminente riesgo o, en su caso, de proveer asistencia y acompañamiento a quienes más lo necesitan. El sistema de prevención es, a todas luces (y sombras) insuficiente.
Si sientes que no puedes más, que tu vida no tiene sentido y que la desesperanza se ha apoderado de tu estado de ánimo, por favor, pide ayuda. No estás solo. No estás sola. Para. Toma un respiro. Y por mucho que creas que no podrás soportar más, recuerda que «este momento también pasará».
Personalmente, llevo décadas -sí, décadas- tratando de buscar un ‘porqué’ al suicidio. Décadas silenciando mi propia experiencia de trauma y dolor ante una realidad que, de sobra, conozco: la pérdida de un ser querido por suicidio.
Y es que si de suicidio se habla poco, de los familiares que nos quedamos ya ‘ni hablar’. Me entero estos días de que a quienes hemos perdido a un familiar o un ser querido por suicidio, nos llaman ‘supervivientes’. Porque, como recoge el diario El País “según la APPAC (Association of Psychology and Psiquiatry for Adults and Children) el nivel de estrés que viven -que vivimos- es equivalente al que sufre alguien que ha estado en un campo de concentración o que ha vivido un conflicto”. Nos quedamos, como describe la publicación, “con la culpa, las preguntas, la carga, el miedo y los pensamientos obsesivos”.
Nos quedamos -y hablo en primera persona- con un dolor insufrible. Con millones de preguntas sin responder. Con vergüenza y miedo. Sí. Con vergüenza y miedo a ser sancionados y juzgados por una sociedad que se apresura a emitir juicios sin ton ni son. Nos quedamos envueltos en un halo de estigma y con duelos de complejísima elaboración.
¿Saben?
Es la primera vez que hablo y escribo abiertamente como ‘superviviente’ sobre el suicidio. Nombrarlo y llamar a las cosas por su nombre me está ayudando. Y no saben cómo. Que me presten sus ojos, sus hombros, su presencia activa, su comprensión y su cariño para mí es de gran valor. Como durante todos estos años, lo ha sido encontrar refugio en mi entrenamiento de atención plena al momento presente, a la práctica meditativa y en un folio en blanco. No si antes, perderme en las más oscuras noches del alma, que diría Juan de la Cruz.
Porque durante el tiempo en que miré hacia otra parte no hice sino tratar de huir de un dolor insoportable. De una culpa punitiva. Y de una vergüenza incomprensible.
Huida. Evasión…
Como describe el doctor Gabor Maté, muchas personas desarrollan -o desarrollamos- patrones de huida como respuesta al trauma, que se manifiestan en forma de conductas adictivas y dependientes, aislamiento, comportamientos compulsivos y negación emocional. Todo… absolutamente todo para tratar de aliviar el dolor que el trauma nos genera. Naturalmente, como afirma Maté “aunque estos comportamientos puedan aliviar temporalmente el sufrimiento, a largo plazo suelen exacerbar el problema al mantener a las personas alejadas de la verdadera sanación”.
No sé si porque anhelo alzar mi pluma y ofrecer mi propio testimonio para contribuir a cambiar la narrativa del suicidio o si porque me he cansado de huir, que he decidido implicarme activamente en la (re)elaboración de mi duelo. He decidido ponerme al servicio de las personas que, como yo, ‘sobreviven’ a este experiencia traumática y este fin de semana, además de haber vivido una experiencia de convivencia inolvidable, con Ubuntu, Asociación Andaluza de Supervivientes por Suicidio de un Ser Querido, he compartido un pequeño taller sobre cómo Mindfulness y la atención plena puede ayudarnos a sobrellevar nuestro terrible sufrimiento. Y es que, de forma aparentemente contraintuitiva, Mindfulness:
Si, como yo, eres un/a superviviente a la pérdida de un ser querido por suicidio, la práctica de Mindfulness y de meditación tal vez puedan ayudarte. Honestamente, con Mindfulness, no se eliminará el dolor por la pérdida. No obtendrás respuestas ni razones. Volver al momento presente, tomando conciencia de tus pensamientos, emociones y sensaciones, anclándote a la respiración como refugio, esto sí, quizá pueda ayudarte a reducir el estrés y a aceptar lo que estás sintiendo, sin juicios ni críticas ni artificios. Y aceptar no significa estar de acuerdo con lo que ha pasado ni el fin del dolor. Aceptar significa darnos permiso para sentir, reconocer, validar nuestras emociones y aprender a vivir con el dolor de la pérdida sin dejarnos arrastrar por completo. En la meditación, como en el folio en blanco, quizá puedas encontrar un espacio de calma en mitad de la tormenta. Un lugar para observar y para dolerse, anclándose al flujo de la respiración como ese «algo» que nos mantiene conectados a la vida.
En la medida en que, como afirma Jon Kabat-Zinn, “no podemos parar las olas, podemos aprender a surfearlas”. Les confieso que hoy, consciente de mi dolor y un poco más liviana, con una mochila más ligera, me siento mucho más ágil para surfear y para seguir diciendo un rotundo “sí a la vida”.
Raquel Paiz
Desde el silencio